La referencia al tiempo, o más bien a su dislocación, se ha vuelto un trending topic en la prolífica conversación sobre los efectos del aislamiento social. El punto de partida compartido es que el aislamiento impone otra versión del tiempo que puede ser entendida en términos de suspensión de aquellos ritmos e intervalos incorporados y vividos, asociados a ciertas actividades, como por ejemplo ocio y trabajo.
En la sensación común de incertidumbre -un estado cuya existencia es sólo posible en relación con el tiempo, futuro- la experiencia de dislocación toma formas variables: desde el grato descubrimiento de nuevas habilidades personales gracias a un mayor tiempo libre hasta la fatigante disponibilidad permanente impuesta por el teletrabajo. Y la sensación se vuelve desasosiego cuando la espera pronostica un deterioro en caída libre de las condiciones materiales de vida, bordeando el futuro o profundizando el presente de la pobreza.
A propósito de este tiempo, Martín Kohan refiere a un estado en el que “no se sabe ni lo que no se sabe” y frente al cual existe un impulso desesperado a fabricar certezas. En esa acción, dice, lo importante y lo que tranquiliza no es el contenido (de hecho la velocidad de lo viral lo vuelve bastante inestable) sino más bien la forma, el carácter asertivo, lo tajante de una afirmación que alivia, al menos un poco más que la incertidumbre.
La desorientación provocada por la dislocación del tiempo encuentra un matiz particular en lo educativo a partir de la suspensión de clases presenciales, una evidencia contundente de la articulación de la escuela en el par ocio-trabajo. La disolución temporaria de las coordenadas tiempo y espacio escolar hizo visible para muchos/as y confirmó para otros/as no sólo su vigencia en tanto condición para la organización y sostenimiento de los procesos de escolarización sino también como complemento para la organización del conjunto de la dinámica social.
La suspensión de clases produjo el consenso político y social sobre la necesidad de alternativas que garanticen la continuidad pedagógica (de nuevo, el tiempo) de un ciclo que, al menos en nuestro país, recién comenzaba a andar con el inicio del año lectivo. Y la aceleración fue su ritmo en tanto los efectos suspensivos de la incertidumbre no compatibilizan con el tiempo de las acciones que demanda la agenda del sistema educativo.
En su abanico de potencialidades técnicas, entre ellas la resignificación de tiempo y espacio, las tecnologías digitales tomaron fuerza y velocidad como certeza para viabilizar un esquema de emergencia que facilitara la continuidad a través de la educación a distancia. Tal despliegue ha sido valorado con tono asertivo como una oportunidad para reforzar la necesidad de un cambio en el formato y la propuesta escolar, hace tiempo declarada como imperativa. Y el despliegue de lo digital también fue embebido en las prácticas educativas, posibilitando esa continuidad pedagógica a expensas de una altísima inversión de horas y dedicación por parte de maestros/as y profesores/as, habituados de modo diferenciado al uso de esas tecnologías en su enseñanza.
Sin embargo, con la misma velocidad de esta reacción, la amplia coincidencia sobre la visibilización y profundización de la desigualdad social a propósito de la pandemia sumó una confirmación en el casillero educativo. El acceso desigual a dispositivos y conectividad tanto de estudiantes y sus familias como de maestros/as y profesores/as puso en evidencia las limitaciones de una educación a distancia sostenida en las tecnologías digitales, apremiando la rápida respuesta de los ministerios nacional y provinciales con estrategias pedagógicas movilizadas en una masiva producción y distribución de cuadernillos didácticos impresos, y también en las tecnologías audiovisuales con programaciones ad hoc, televisivas o radiales.
La desigualdad social y educativa se reflejó en la materialidad, posibilidad y alcance de las prácticas escolares. En la combinación de intentos el tablero se armó diverso y desigual: desde una cotidianeidad organizada en clases virtuales y actividades compartidas en plataformas educativas al diseño de blogs que evocan carteleras escolares con calendarios, anuncios y tareas en formato PDF, o bien una colección de posteos en redes sociales de frecuencia discontinua que incluye breves cuentos narrados, fotos de producciones de los/as estudiantes, o muestras de cariño entre docentes y niño/as. En el extremo de la curva, familias copiando a mano y de pie las tareas escritas en los afiches colgados de las paredes exteriores de las escuelas, o imprimiendo y fotocopiando imágenes enviadas vía whatsapp que luego los/as niños/as transcriben en sus cuadernos, o también leyéndoles alguna esquela afectuosa de los/as maestros/as guardada entre alimentos y cuadernillos entregados en cajas y bolsones.
En la urgencia de la continuidad pedagógica y con la materialidad disponible, las múltiples iniciativas de las escuelas mostraron su extraordinaria potencia para dinamizar un cambio producido en el juego de gestualidades, saberes y disposiciones. En ese movimiento se puso en evidencia que las derivas de las tecnologías hablan en las prácticas de quienes se las apropian, reinventando sus funciones o sentidos.
A propósito de tecnologías y derivas, Christian Ferrer cuenta que, en sus últimos meses de vida y paralizado por una esclerosis, el filósofo alemán Franz Rozensweig dictó sus escritos a su esposa parpadeando un ojo mientras ella desplazaba un dedo sobre el alfabeto dibujado en un pizarrón. Una “tecnología de la urgencia” o más bien, dice, una experiencia perteneciente al rango de los gestos de amor que inventan desesperadamente una técnica. Y, agrega Ferrer, que las tecnologías no pueden juzgarse por las descripciones publicitarias que hacen de sí mismas sino por el encastre con ideas y usos que trastocan incluso su propósito original.
Probablemente el cambio educativo producido en este vertiginoso proceso lejos esté de las proclamaciones y los imperativos sobre el uso educativo de las tecnologías digitales. También, probablemente sea más certero reconocer el valor vincular de la continuidad propuesta que los saberes escolares que a los/as docentes les fue posible enseñar y a los/as estudiantes aprender. Sin embargo, en su prepotencia urgida, este movimiento recuerda y anticipa algunas cuestiones para mirar la escuela hoy y en el futuro porvenir.
Aunque obvio, el cambio subraya que las condiciones materiales del cotidiano escolar hacen a la posibilidad de dinamizar transformaciones en la enseñanza. Como señala Anne-Marie Chartier, cuando a mediados del siglo XIX estuvieron disponibles las herramientas técnicas -papel de celulosa y plumas metálicas-, las tecnologías de la lectura y la escritura fueron adoptadas en la escuela en el intervalo de una generación, reinventándose con esto nuevas secuencias y formas de enseñanza en sintonía con una nueva organización del trabajo escolar. En cambio, se necesitó bastante más tiempo para reorganizar y estabilizar el currículum escolar y aún hoy se enseña a leer y a escribir con los métodos inventados para ese entonces.
En el futuro más cercano la vuelta a clases se plantea en un esquema progresivo, secuenciado y alternado entre presencialidad y distancia. La organización escolar se enfrenta a nuevas decisiones atravesadas por el uso del tiempo que redefinirán los formatos conocidos impactando en su vida cotidiana, en las dinámicas de las prácticas pedagógicas y en las características del trabajo de los/as docentes. ¿Cómo reorganizar la jornada escolar atendiendo a los protocolos sanitarios? ¿Cómo recibir a los/as que vuelven y cómo buscar a los/as que no? ¿Cómo imaginar nuevas rutinas? ¿Con qué criterios y estrategias distribuir el trabajo pedagógico entre presencialidad y distancia? Si el acuerdo es priorizar contenidos, ¿cuáles son los criterios para su selección y secuenciación atendiendo al año escolar? ¿Cómo anticipar estrategias pedagógicas frente a posibles nuevas suspensiones de clases? ¿Cuál es el impacto de esta combinación en la organización y demanda de trabajo de los/as docentes? El punto de partida desigual en la accesibilidad tecnológica hará variar la forma y el alcance de las respuestas a estas preguntas.
Luego, y asumiendo que esta pandemia inaugura un nuevo tiempo para pensar lo escolar, quizás venga bien apelar a la memoria pedagógica construida sobre la escuela desde la investigación, las políticas y desde el trabajo con maestros y profesores en las mismas prácticas para identificar aquellos saberes que es posible recuperar. Y en esa operación acaso sea posible sumar nuevas preguntas que ayuden a explorar lo que no se sabe, amigándonos con la incertidumbre.
Cuestión de tiempo.
Referencias
Chartier, Anne-Marie (2012). “La lectura y la escritura escolares ante el desafío de las nuevas tecnologías”, en Goldin, Kriscautzky y Perelman (coords.) Las TIC en la escuela, nuevas herramientas para viejos y nuevos problemas. Barcelona, Oceáno, pp. 157-182.
Ferrer, Christian (2012). “La letra y su molde. Sobre la escritura, la lectura y la tecnología”, en El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo. Buenos Aires, Ediciones Godot, pp. 49-62.
Kohan, Martín (2020). “¿Qué va a pasar”, en El porvenir. La cultura en la post-pandemia. Buenos Aires, Fundación Medifé- Buenos Aires Cultura, pp. 20-27.
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